sábado, 31 de diciembre de 2011


Benito se desliza, giroscópico y azul, a lo largo de una línea curva, hecha de nada, que cruza de lado a lado el Café de Oriente.
Benito pasea por la enorme pecera de aire que tiene por hotel, nadando sobre el vapor de las palabras, surcando el olor a café que hace olas transparentes.
En las alas del gorrión, se reflejan las maderas del siglo pasado, los camareros de hoy y el Sol de ahora, que siempre entra quebrado por las ventanas.
Para los ojos del poeta, Benito cambia de color, al pasar cerca de las parejas se vuelve violeta, verde oliva con los jubilados y celeste con los viajeros.
Del pájaro, nadie sabe si es un alma en pena o el fantasma de un enamorado, del Café de Oriente, se sospecha que es una nave antigua, que quedó varada cuando Madrí tenía mar.
Este es un local más de señoras con posibles y turistas que lo ven todo con los ojos muy abiertos, pero hay que visitarlo como se visita el Museo del Prado, con la intención de ver las cosas capitales de la ciudad.
Sea como fuere, en el Café de Oriente se siguen sirviendo, meriendas, aleteos y confidencias con la elegancia propia de los grandes barcos de recreo que recorrían el Mediterráneo cuando las damas iban con enormes sombreros.

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